La mañana
estaba espectacularmente luminosa. El viento de poniente, que sopló de manera
continuada durante tres días, enrojeciendo el cielo en el ocaso, se había
llevado la inapreciable bruma que emborronaba la lejanía, y el mar, plano como
un estanque, reflejaba el azul intenso del cielo, fundiéndose con él en el
horizonte. Amílcar estaba, con su hijo y
otros mandos del ejército, en la parte más elevada de la colina, desde donde
revisaba el desarrollo del desembarco.
-
¡Akra Leuké! –exclamó-, así llamaremos a la nueva ciudad, como el promontorio
que señorea sus costa y es referencia de marinos. Nadie dudará del lugar que
ocupa cuando allende del mar se conozca su fundación. En Libia estará Cartago,
aquí, en Iberia, Akra Leuké, dos ciudades
para dominar dos mundos, la una frente a la otra, y entre ellas un mar
que volverá a ser nuestro.
Habían sacrificado, en el lugar donde ahora ardía el fuego
sagrado, un becerro en agradecimiento a Baal, por haber llegado al destino
previsto y por la buenaventura de la nueva ciudad. Era un altar provisional, un
timaterio protegido por el viento en un improvisado hogar, donde Kreón, el
sacerdote había considerado adecuado construir el futuro templo. Éste era de
mediana edad, mirada inquisidora y rapaz inteligente y ambicioso...